En buena medida, el arte de Gabriel Adame es una m anera de celebrar la fiesta de la vida, de darle pasión a las cosas pequeñas, las rutinas diarias, a la convivencia pacífica entre los seres humanos. En su pintura, ya lo hemos dicho, en la más inconciente de ella, no hay moraleja final ni designio premeditado.
Sólo se mantiene una obsesión: Declarar que el mundo se reduce a cualquier pueblo, que la condición humana está contenida en unos cuantos habitantes que brindan, cerveza en mano, un sueño reconfortante, pleno de sirenas tetonas y una cruda apacible, bajo la protección de Los Dioses Amigables.